De las veintidós novelas de la serie, todas menos cinco tienen algún tipo de prólogo o introducción, generalmente del “transcriptor” –Shanti/Baroja-, que se combina con introducciones que se deberían al “personaje” –don Pello Leguía y Gaztelumendi- al que Baroja hace “cronista” de las Memorias.
No deja de ser curioso el interés más bien escaso que la crítica ha prestado a estos prólogos; el mismo Urrutia Salaverri, en su libro Los prólogos de Pío Baroja (1996), se limita casi a una exposición empírica y descriptiva de los mismos, sin abordar prácticamente la cuestión de su función propiamente novelesca. La excepción, naturalmente, es el famoso “Prólogo casi doctrinal sobre la novela”, que Baroja situó como entrada a La nave de los locos, el tomo décimoquinto de la serie, publicado en 1925.
Pero es bien sabido que el interés hacia este texto viene determinado no por la función que el prólogo pueda desempeñar en la novela o en la serie, sino porque de hecho es el texto más emblemático en el que Pío Baroja, frente a Ortega y Gasset y sus Ideas sobre la novela, también de 1925, expone de manera bastante sistemática su propia teoría novelesca. 1925 es el año de la polémica entre el filósofo y el novelista; Baroja se ve en la necesidad personal de responder a Ortega y escribe su famoso texto, que se convierte en prólogo de La nave de los locos, simplemente por una coyuntural razón cronológica, y no porque responda de verdad al carácter del texto en el que se incluye; hasta el punto de que el título completo del mismo es “Prólogo casi doctrinal sobre la novela que el lector sencillo puede saltar impunemente” (el subrayado es nuestro). Es decir, el novelista reconoce implícitamente que el prólogo no es una introducción o una preparación al texto de la novela. Aunque más adelante y en el mismo prólogo escriba:
“Después, en los momentos de abstracción y de silencio, yo intento ver si llevo alguna luz a mi nuevo libro, en estado embrionario, al que voy a llamar LA NAVE DE LOS LOCOS” (O. C., IV).
Hay otra característica de este prólogo que lo hace distinto de los demás de las novelas de la serie, y es su longitud –veinte páginas en la edición de las Obras Completas-, frente a la brevedad generalizada de los otros prólogos; la explicación está no sólo en el contenido, sino en la importancia que Baroja quiere dar a este texto, en función de las circunstancias que lo han motivado.
Pero no es la teoría barojiana de la novela expuesta emblemáticamente en este “Prólogo casi doctrinal” lo que me interesa aquí, sino las palabras con las que el escritor concluye su disertación.
“Así termina –concluye Baroja- el prólogo del presente volumen de MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN, MEMORIAS que han llegado al tomo XV, y que a esta altura presentan ya oscuridad tan grande, que no sabemos quién es el autor verdadero de los cinco o seis que se citan como tales en el transcurso de tan larguísima obra [el subrayado es nuestro]”.
Ya en el prólogo a la primera novela de la serie –El aprendiz de conspirador- había escrito Shanti/Baroja:
“Ahora ya casi no sé lo que dictó Aviraneta, lo que escribió Leguía y lo que he añadido yo; los tres formamos una pequeña trinidad, única e indivisible. Los tres hemos colaborado en este libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola. (...).
En la realización de este libro, la idea ha sido Aviraneta; el hecho, Leguía, y el advenimiento, yo”. (O.C., III, 12).
Baroja parece ser consciente de esa especie de laberinto narrativo en el que ha ido metiendo al lector con esa multiplicación, seguramente excesiva, de instancias narrativas, o mejor, narradoras: transcriptores, cronistas, narradores intradiegéticos, relatores orales, etc., hasta el punto de que los cinco o seis “autores verdaderos” aludidos por Baroja están de hecho en el texto sobradamente multiplicados.
Sin embargo, es evidente que también esto forma parte de ese pacto narrativo que el novelista ha querido establecer con el lector de las Memorias y del juego que de ello resulta entre una escritura pretendidamente “histórica” y su simultánea negación. Porque la escritura narrativa de las Memorias de un hombre de acción resulta mucho más compleja de lo que exigiría una simple crónica o reportaje histórico. Los prólogos que aparentemente parecen estar motivados y justificarse como medio de cimentar la veracidad histórica de lo narrado –y de la narración misma-, no hacen sino precipitar, por una especie de ley de gravedad narrativa, la “caída” del texto en lo novelesco.