Suba usted -me dice la madre de Baroja, precediéndome ágilmente, escalera arriba-; desde que volvimos de Vera, Pío y yo ocupamos este piso en la misma casa donde viven mis otros dos hijos. Es chiquito, pero para nosotros basta. En cambio, la casa de Vera es muy grande.
Una puerta pintada de verde obscuro da paso a un corredor y a unas habitaciones blancas, sencillas y austeras como celdas. Son, en efecto, pequeñas, cuadradas, iguales, pero simpáticas, claras aun en la mañana lluviosa, y absorben alegremente la luz cenicienta que se mete por los anchos balcones. Un comedor que parece un refectorio, con sus alacenas y su mesa antigua, bien pulida, encerada y bruñida por escrupulosas manos; dos alcobitas contiguas y gemelas -pequeñas camas doradas, colchas rosa o azules-. "Aquí duerme Pío, cerca de mí", dice la madre señalándolas; y el despacho austero, conventual, ocupado casi por entero por una amplia estantería llena de libros, una mesa clásica, algún butacón, y en las paredes, encaladas y frías, cuadros, entre ellos dos curiosos dibujos de Darío de Regoyos, cuyo arte rígido y dramático tiene tantos contactos con el punto de vista novelístico de Baroja.
- Es pequeña la casa- repite la madre, que mientras me habla ha vuelto a tomar la labor de calceta entre los dedos expertos-; pero nosotros pasamos la mayor parte del día en el piso de abajo, con mi hija Carmen. Sobre todo, a las horas en que el niño vuelve del colegio. Pío no puede estar sin él... ¡Arman unas conversaciones y unas discusiones de literatura el tío y el sobrino! A Pío el chiquillo le hace mucha gracia.
Pío Baroja nos hace de vez en cuando una visita corta e intermitente. Obligado a pasear por uno de esos dolores de reuma nervioso, de efecto continuo e irritante, no pierde por eso su sonrisa infantil y la mesura bondadosa de su carácter. La boina pequeñita, redonda y plana, empujada por una mano inquieta rueda sobre su cráneo, como un platillo en los ejercicios de un malabarista. - El pobre Pío está muy fastidiado con sus dolores. Y luego, como es tan aprensivo, ¡ha tomado una de potingues, sin resultado!
- Acaso un poco de régimen -indicamos-; los vascos suelen ser tan aficionados a la buena mesa...
- Pero no él. Es casi vegetariano. No prueba la carne y rara vez el pescado. Se alimenta de verduras, huevos y leche, y esto con gran sobriedad... Yo creo que ha cogido estos dolores de pasarse de pie sobre la humedad las horas muertas, mirando libros viejos.
Carmen Baroja, que llega en este instante, con su charla inteligente e ingenua completa la silueta austera y monacal de su ilustre hermano, en dos o tres rasgos definitivos.
- ¿Los libros? Son la pasión, el vicio de Pío. Todos los días se pasa un par de horas por la feria, para venir cargado de volúmenes. Es para lo único que sale de casa. Esto sin contar los constantes envíos que recibe del extranjero. Ha conseguido ya formar una biblioteca muy interesante. Sobre todo, su colección de libros de brujerías y hechizamientos, de los que yo he leído algunos magníficos, en los que se dicen cosas increíbles. La mayoría están escritos en un latín bárbaro, que no puedo entender, desgraciadamente. Estos asuntos extraños, trágicos, interesan mucho a Pío. Ya sabe usted que Navarra es un país misterioso. El paisaje contribuye a aumenta esta impresión. Hay valles sombríos, grutas y montañas legendarias, donde, sin duda alguna, se llevaron a cabo extrañas prácticas hasta muy entrada la Edad Moderna. Como usted sabe, los retos del paganismo no terminaron de desaparecer en Vasconia hasta muchos siglos después de extendido el cristianismo. En sepulcros de caballeros y en algunas casas, hasta del siglo XVI, se encuentran todavía los signos solares y la cruz swástica de los antiguos ritos. Pío se apasiona por estos estudios de religiones y supersticiones primitivas, por la Arqueología y la Antropología en lo que se relacionan, sobre todo, con los orígenes misteriosos de la raza de los vascos... En Vera, el decorado es propicio para fomentar esta clase de aficiones y allí es donde ha trasladado todos sus libros que, aunque la casa es grande, la van invadiendo poco a poco.
Imagino yo, a través de estas palabras, a este gran monje laico descifrando sus códices extraños y terribles de satanismos y conjuros, con la paciencia y, acaso, el lejano soplo de terror mítico de un enclaustrado medieval, entre dos paseos por el huerto y frente al escenario agreste y brumoso en que hacía sus cabalgadas, llenas de enigma y sortilegio, aquella endemoniada "Dama de Urtubi", que aún turba la tranquila llama de los hogares con su ponzoñoso aliento de sirena de conseja. La madre, menos interesada en estos asuntos de libros raros y lecturas alucinantes, es quien me habla de esas idas y venidas por el huerto, un huerto jugoso y florido, bajo la fina plata gris de la niebla, y entre cuyos ubérrimos cuadros que orea el céfiro sabroso de las tierras cercanas al mar, pasea su hijo con esa ensoñación fecunda que hubiera aprobado fray Luis.
Pío Baroja es hombre de tierra adentro. Gran viajero, ansioso de horizontes, el mar no ha logrado conmoverle con la eterna llamada fluctuante de sus ondas.
- Mi hijo se marea atrozmente -explica la madre-; por eso no ha querido nunca hacer viajes largos por mar.
- Y por eso -añade la hermana- no podemos conseguir que vaya a América, aunque se lo hemos aconsejado tantas veces.
- Además -comenta la madre, con una fina sonrisa que pone una gran juventud espiritual en el rostro largo y enjuto, de pura estirpe vasca-, el viaje en los transatlánticos exige etiquetas y elegancias que Pío no puede resistir. Y luego América... las conferencias, los banquetes de frac y guante blanco...
Las dos se ríen tiernamente, imaginando a Pío, su gran niño, desmañado en esas andanzas.
Es muy otra, en efecto, la personalidad de este gran escritor recio y sencillo, todo él vida interior, atraída por igual hacia "el misterio de Sirio en las noches limpias y estrelladas", como por "la linterna del trapero en el callejón miserable de la gran urbe"; infantil y parlanchín en la vida familiar, en el gusto del lar, donde se permite, sobre su mesa blanca de limpios manteles y lozas brillantes, el ingenuo placer de saborear los azucarados postres de cocina, golosina que su madre le prepara. No, no es Pío Baroja para la cascabeleante y gárrula aventura de América.
- Ultimamente -dice la madre, sin poder disimular cierta extrañeza ante el capricho- parece que tiene deseos de ir a Rusia. - Allí -añade Carmen con su comprensiva sonrisa, toda espíritu- han traducido sus obras con éxito enorme.
Pero helo aquí a él mismo, que cesa momentáneamente en sus paseos para entrar en el comedor con el fotógrafo, que viene a completar la información.
-¿Aquí? ¿Me siento aquí? -pregunta dócilmente.
La madre se apresura a intervenir en el aliño de su hijo, abrochándole bien la americana, quitándole la boina.
Mi madre me va a poner como si acabase de salir de la peluquería.
Y la madre se enfada un poco, como lo hacen las madres con los hijos incorregibles.
- No, lo que es tú... siempre has de ser el mismo...
Transcripción del capítulo publicado en la revista ESTAMPA, 17 Enero 1928, año 1, núm. 3